Resumen
“Esta afirmación popular carece de evidencia y conduce a una mala política. La noción de que la adicción a las drogas es una enfermedad del cerebro se ha vuelto axiomática.”
Tal y como señalan los autores de este artículo, la idea de que la adicción es una enfermedad cerebral, ha pisado fuerte desde la década de los noventa, y aún hoy en día. Sin embargo, la evidencia científica no respalda tal afirmación, ya que no hay datos que confirmen que una adicción es una enfermedad cerebral, como por ejemplo sí lo es el Párkinson.
Marc Grifell y Carl L. Hart hacen un repaso por diferentes investigaciones para ir deconstruyendo esta idea con datos y conclusiones objetivas, científicas y contrastadas. No sirve visualizar la adicción como una enfermedad tratable en el individuo mediante fármacos, ni con políticas punitivas que buscan la eliminación de las drogas de las sociedades actuales (¡Spoiler! La sociedad nunca ha estado libre de drogas…), sino que el enfoque debe ser multidisciplinar, ha de contemplar factores biológicos, ambientales, socioeconómicos…
Afirman, que es necesaria una evaluación psicosocial integral, y los hallazgos resultantes deben dictar las estrategias de intervención:
“Un punto de vista informado y basado en la evidencia sería más inclusivo, enfatizaría un papel destacado de los factores psicosociales y ambientales, y se centraría en ofrecer refuerzos alternativos, no relacionados con las drogas.”
“Recientemente, hemos pedido a nuestros colegas, que son defensores del modelo de adicción como enfermedad cerebral, que nos brinden información práctica que pueda ser útil para los pacientes. Invariablemente, estamos dirigidos hacia el futuro con promesas de terapias nuevas y efectivas. Múltiples supuestas terapias (incluyendo la vacuna contra la cocaína, los medicamentos contra el craving, la terapia genética y muchos otros) no han tenido éxito en las dos décadas pasadas. En general, la respuesta a tal fracaso no ha sido cuestionar la teoría que guía la búsqueda de tratamientos. Mientras tanto, los pacientes con adicción, continúan sufriendo.”
Recomendamos encarecidamente leer el artículo en toda su extensión, ya que, hace un recorrido y una deconstrucción magistral del tema que nos ocupa.
Introducción
La noción de que la adicción a las drogas es una enfermedad del cerebro se ha vuelto axiomática. Aspirantes a profesionales de la salud de todo el mundo, que tratan el abuso de sustancias, son adoctrinados con esta creencia, especialmente después de que la idea se hiciera popular en la década de 1990. Su popularidad se extiende mucho más allá de las sagradas salas de la Academia. Tanto el Time de mayo de 1997 como el de septiembre de 2017, así como en la revista National Geographic, se dedicó su portada a la ciencia de la adicción en el cerebro. Muchas otras revistas populares han publicado historias de portada similares en las últimas dos décadas.
Pero después de 20 años de investigación, uno de nosotros (Hart) vio que ese paradigma producía resultados pésimos. Mientras tanto, la investigación conductual sobre los resultados, después de proporcionar tanto a los animales como a humanos, atractivas alternativas a los medicamentos, ha arrojado resultados positivos en cuanto a tratamientos efectivos, a pesar de la falta de la atención mayoritaria. Esta observación llevó a Hart a reorientar su investigación hacia estos tratamientos conductuales.
Así que, en 2016 nos unimos para reexaminar los supuestos prevalecientes que sustentan el modelo de enfermedad cerebral de la adicción y los datos detrás de esas suposiciones.
Como muchas otras personas dentro de la investigación de la adicción, el coautor Grifell no había cuestionado directamente este paradigma hasta que se asoció con Hart y profundizó en la evidencia.
El imaginario colectivo en torno a una persona adicta a la metanfetamina, brinda el apoyo más fuerte para el paradigma prevaleciente, pero aún puede interpretarse de otras maneras.
El concepto de cerebro adicto, apela a la idea intuitiva de que debido a que las drogas recreativas ejercen sus acciones (por ejemplo, provocando euforia) a través de estructuras cerebrales específicas, deben existir diferencias cerebrales perceptibles y significativas, entre quienes están afligidos por la adicción y aquellos
que no lo están. Estas diferencias son vistas como la causa de la adicción y, por lo tanto, como objetivos para el tratamiento.
La perspectiva del “cerebro enfermo” también es atractiva porque ofrece enfoques de tratamiento que parecen sencillos.
Este punto de vista se consolidó y se expresó de manera persuasiva en 1997, cuando el director de National Institute on Drug Abuse (NIDA), Alan Leshner, publicó una influyente editorial en la revista Science, titulada “La adicción es una enfermedad cerebral, y es importante”. Él explicó, “Esa adicción está ligada a cambios en la estructura y función del cerebro y es lo que la hace, fundamentalmente, una enfermedad cerebral.” Múltiples defensores, incluida la actual directora de NIDA, Nora Volkow, investigadores en neurociencia, expertos en adicciones e incluso políticos, se han hecho eco de estos pensamientos.
A pesar de este consenso científico aparentemente sólido, prácticamente no existen
datos en humanos que indiquen que la adicción es una enfermedad del cerebro, como por ejemplo, Huntington o el Parkinson, sí lo son.
El paradigma existente se basa en la intuición y la necesidad política, no en datos y resultados clínicos útiles. Sin embargo, la perspectiva del cerebro enfermo tiene una gran influencia en la financiación y dirección de la investigación, así como sobre cómo las drogas, su uso y adicción son vistas alrededor del mundo.
Esta situación contribuye a generar políticas de drogas poco realistas, costosas y dañinas. Si el problema es de una persona y su estado neurobiológico después de la exposición a una droga, entonces la droga debe ser erradicada de la sociedad a través de la ejecución de la ley o el cerebro de un individuo debe ser tratado. En un enfoque tan miope, las condiciones socioeconómicas, societarias y los factores que contribuyen a la adicción a las drogas, las prácticas clínicas y las políticas, se consideran una nota al pie en la investigación, a pesar de su aparente importancia.
¿Qué es la adicción?
Es fácil caer en el pensamiento circular definiendo la adicción como un trastorno cerebral y luego investigándola como un trastorno cerebral. Saber que alguien usa
una droga, incluso regularmente, no nos dice si esa persona es «adicta». Eso ni siquiera significa que la persona tiene un problema de drogas.
Para cumplir con los criterios más aceptados de la definición de adicción—la que está en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría, 5ª Edición (DSM-5): el uso de drogas de una persona, debe interferir con funciones vitales importantes, como la crianza de los hijos, el trabajo y la intimidad. Este uso debe darse de forma continuada, a pesar de las consecuencias negativas, tomando gran cantidad de tiempo y energía mental, y persistiendo en los repetidos intentos de detener o reducir el uso de sustancias. Eso también puede incluir la experiencia de necesitar mayor dosis para obtener el mismo efecto (tolerancia) y sufrir síntomas de abstinencia, si el uso cesa repentinamente.
Pero el 75% o más de las personas usuarias de drogas (ya sea que usen alcohol, tabaco, medicamentos recetados u otras drogas), no cumplen con los criterios para una adicción, según numerosos estudios, incluidos los realizados por James C. Anthony de la Universidad Estatal de Michigan y sus colegas. De hecho, la investigación muestra repetidamente que tales problemas afectan sólo al 10%- 25% de los que usan, incluso las drogas más estigmatizadas, como heroína, metanfetamina y crack. Nuestro uso del término adicción, aquí es intercambiable con el trastorno por uso de sustancias del DSM5, que siempre valora un uso problemático porque interfiere con el desarrollo de las actividades de vida diaria de la persona, no sólo con ingerir regularmente una sustancia.
La perspectiva de enfermedad cerebral en acción
Incluso bajo las más sutiles definiciones del DSM-5 en torno a la adicción, el uso de drogas podría encajar en la teoría de la enfermedad cerebral. Para investigar si ese es el caso, nosotros nos fijamos en los estudios de abuso de sustancias y cerebro. La utilidad de cualquier teoría, se mide por lo bien que puede dar cuenta para, predecir e incluso sugerir estrategias para controlar o tratar fenómenos específicos.
En la enfermedad de Parkinson, por ejemplo, la teoría dominante afirma que después de la pérdida de más del 30% de las neuronas de dopamina en el mesencéfalo, comenzará la manifestación clínica de la enfermedad. Aunque la enfermedad de Parkinson progresa inexorablemente, es decir, es irreversible y fatal, la teoría de la enfermedad cerebral, es utilizada para explicar el mecanismo subyacente de la enfermedad y sus síntomas, lo que ha llevado al desarrollo de tratamientos que controlan el indicador marcha, rigidez y lentitud de movimientos. Sin reemplazo de dopamina, actualmente considerado el tratamiento estándar de oro, los pacientes de Parkinson en etapa avanzada son incapaces de moverse.
Ver esta enfermedad desde una perspectiva neurobiológica proporciona una evidencia clara e indiscutible de la superioridad de este enfoque, en comparación con una teoría psicológica o conductual. Tal teoría podría, por ejemplo, enfatizar una modificación ambiental o conductual para disminuir los síntomas de Parkinson. Este enfoque, por supuesto, sería inapropiado y menos efectivo que la manipulación neurofarmacológica, consistente en el reemplazo de dopamina.
En el caso de la adicción, sin embargo, la teoría del cerebro enfermo no tiene un poder explicativo tan claro, especialmente cuando informa sobre las pautas para tratar el trastorno. Terapias conductuales y psicosociales, como terapia cognitiva, la terapia conductual, el manejo de contingencias o la entrevista motivacional, siguen siendo los tratamientos predominantes para los trastornos por uso de sustancias.
Es cierto que en las últimas décadas, los datos de la investigación básica, han contribuido a una mayor comprensión de los mecanismos neuronales implicados en muchos de los efectos producidos por el uso recreativo de drogas. De hecho, gran parte de esta evidencia es la base sobre la que se asienta la teoría de la enfermedad cerebral. Pero simplemente sabiendo que una droga provoca, por ejemplo, un aumento en la transmisión de dopamina, no proporciona necesariamente ninguna información sobre adicción a esa droga.
También tenemos que dejar claro que hay elementos neurales específicos subyacentes en la adicción, que aún no se han identificado. A pesar de este vacío empírico, un supuesto clave de esta teoría, pretende que disfunciones cerebrales detectables en individuos afligidos por la adicción, son las fuentes del problema y que centrarse en el cerebro debe ser primordial en nuestra búsqueda de una solución.
Falta de datos de apoyo
Algunas de las pruebas más convincentes que parecen apoyar a la visión de enfermedad cerebral de la adicción, provienen de estudios, en su mayoría publicados en la década de 1980 y 1990, de animales de laboratorio a los que se les administró anfetamina. Durante estos estudios, se investigaron los efectos a corto y largo plazo de las anfetaminas sobre la estructura y funcionamiento neuronal, así como sobre el comportamiento. Uno de los hallazgos más consistentes es que una sola gran dosis de anfetamina administrada a los animales no tolerantes, produce un daño extenso en las neuronas de dopamina, lo que significa neurotoxicidad en áreas del cerebro que son ricas en dopamina y que sirven a una amplia gama de importantes funciones humanas, desde la regulación del estado de ánimo, hasta el movimiento, el aprendizaje y la memoria.
Por supuesto, una base de datos sustancial recopilada en animales de laboratorio indica que grandes dosis de anfetamina producen trastornos en múltiples dominios conductuales, incluyendo el aprendizaje y la memoria.
Debido a que la anfetamina y la metanfetamina se usan en varios países, incluido Estados Unidos, para tratar una variedad de trastornos, tales como el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), narcolepsia y obesidad, no es difícil ver cómo la posibilidad de neurotoxicidad inducida por anfetamina podría causar alarma. Esta información también plantea preocupaciones sobre las posibles consecuencias perjudiciales de la adicción a la metanfetamina en el cerebro humano y en el comportamiento. Aun así, queda una pregunta importante: ¿En qué medida los datos de neurotoxicidad recogidos en animales se pueden extrapolar a personas que utilizan anfetamina médicamente, o que pueden ser adictas a esta clase de droga? En otras palabras, ¿esta investigación es relevante para los seres humanos que consumen anfetaminas?
Es más, la neurotoxicidad inducida por anfetaminas en animales, se puede prevenir con exposición previa de varios días a dosis crecientes de anfetaminas. Más simple: regímenes de dosificación usados en estudios con animales, no se corresponden con los típicamente usados con humanos; y el desarrollo de la tolerancia visto en uso a largo plazo, puede ser protector contra la neurotoxicidad de las anfetaminas.
Estas advertencias son críticas porque personas usuarias de drogas recreativas –así como pacientes con prescripción de anfetaminas- usualmente aumentan (o disminuyen) sus dosis gradualmente, a medida que ganan más experiencia con una sustancia en particular. Esta observación sugiere que los cambios neurobiológicos de comportamiento, observados en muchos estudios en animales, pueden no ser evidentes en personas usuarias de anfetaminas. También destaca, la importancia de emplear modelos relevantes, en futuras investigaciones, de los efectos relacionados con las drogas en el funcionamiento cerebral y conductual de los animales.
En las últimas dos décadas, la investigación sobre los efectos directos del empleo de anfetaminas en el funcionamiento humano, ha aumentado constantemente. Los efectos inmediatos de dosis bajas a moderadas de anfetamina o metanfetamina, son claros y consistentes: mayor energía, mayor capacidad para enfocarse y concentrarse, sentimientos subjetivos reducidos de cansancio y atenuación de las interrupciones en las funciones cognitivas provocadas por la fatiga o privación del sueño. Es precisamente por estos efectos, que las fuerzas armadas de varias naciones, incluido Estados Unidos, han utilizado (y siguen utilizando) anfetamina en situaciones específicas desde la Segunda Guerra Mundial. Las anfetaminas ayudan a los profesionales especializados a trabajar mejor y más tiempo en situaciones críticas.
El impacto de la administración a largo plazo, de grandes dosis de fármacos en humanos, es menos claro debido a consideraciones éticas. Un enfoque alternativo para determinar hasta qué punto grandes dosis de metanfetamina pueden producir efectos perjudiciales en el cerebro o en el comportamiento, es comparar el cerebro y el rendimiento cognitivo de participantes de control abstinentes, con aquellos cuyo consumo de drogas cumple los criterios de adicción a la metanfetamina.
La idea es que el uso regular de metanfetamina ilícita durante varios años puede resultar en efectos neurotóxicos para las neuronas, incluidas las neuronas dopaminérgicas. El daño a estas neuronas, por supuesto, puede tener consecuencias perjudiciales para comportamientos específicos tales como el funcionamiento cognitivo y el movimiento.
Por lo general, estos estudios combinan técnicas de imágenes cerebrales con pruebas cognitivas para que la integridad o actividad de la estructura cerebral pueda correlacionarse con un comportamiento relevante. Aquí, nos centraremos en los estudios que utilizan técnicas de imagen de tomografía por emisión de positrones (PET) por varias razones. Primero, los estudios PET brindan los hallazgos más consistentes hasta la fecha, con respecto a las diferencias neurobiológicas entre individuos con trastornos por utilización de sustancias y participantes de control. En segundo lugar, la imagen PET es actualmente la técnica más adecuada para detectar la densidad del transportador de dopamina y la disponibilidad del receptor de dopamina. Esta función es importante porque una gran cantidad de pruebas recogidas en animales de laboratorio demuestra que las dosis grandes y repetidas de metanfetamina disminuyen estos marcadores de dopamina.
En consecuencia, algunos investigadores han razonado que el abuso a largo plazo de metanfetamina por parte de humanos, debería producir una reducción en la densidad del transportador de dopamina y la disponibilidad del receptor de dopamina. Si este razonamiento fuera correcto, los estudios de imágenes PET mostrarían estas diferencias cerebrales, que luego podrían interpretarse como cambios patológicos en el cerebro producidos por la metanfetamina. Finalmente, este razonamiento a su vez llevaría a la conclusión de que los cambios son la causa de la adicción.
Con las técnicas PET, se inyecta en el torrente sanguíneo una sustancia química marcada radiactivamente y luego se emplea un dispositivo de escaneo que mapea lo relativo a cantidades de la sustancia química en varias regiones del cerebro. Para nuestros propósitos, los medicamentos marcados radiactivamente que se unen a receptores o transportadores específicos son utilizados, por lo que es posible ver hasta qué punto se produce la unión en el cerebro humano vivo. En caso de daño o muerte de las neuronas dopaminérgicas, se esperaría ver menos unión del fármaco fijador de dopamina radiactivo, debido a la menor disponibilidad de receptores de dopamina.
De esta manera, PET proporciona una medida indirecta de toxicidad en el cerebro humano vivo. Esta medida es indirecta porque la toxicidad neuronal no puede determinarse definitivamente en los estudios de PET solos. Se necesitan procedimientos o técnicas adicionales para definitivamente medir la toxicidad, porque los cambios en la unión radiactiva pueden reflejar una adaptación (como una regulación a la baja en la tolerancia desarrollo) de la neurona y no toxicidad.
Estudios de usuarios de metanfetamina
Se han realizado muchos estudios comparativos durante las últimas décadas, que evalúan cómo encajan las observaciones de los efectos de la metanfetamina en animales con los de las personas, pero estas comparaciones a menudo no son concluyentes sobre la causa y el efecto, debido a su diseño experimental necesario. En los estudios con humanos, se reclutan consumidores de metanfetamina y participantes abstemios de control.
Entonces, cada individuo se somete a un solo escáner cerebral y completa una batería de tareas cognitivas. Una ventaja de este enfoque es que permite a los investigadores determinar las diferencias cerebrales o cognitivas entre los grupos, en el momento de la prueba. Las imágenes cerebrales, sin embargo, son recolectadas una sola vez, en un punto concreto para ambos grupos de participantes.
Esta metodología hace que sea virtualmente imposible determinar si el uso de metanfetamina (o cualquier otro uso de drogas) causó alguna diferencia observada, porque no se pueden descartar diferencias preexistentes entre los dos grupos. Por lo general, los autores tienden a adherirse al modelo de la adicción como enfermedad cerebral, al atribuir estas diferencias al empleo prolongado de metanfetamina, usando palabras como «cambios», «reducciones», “deterioro” o “atrofia”, entre otros. Esta implicación es claramente inapropiada, porque estas palabras implican una temporalidad que no se evalúa en estos estudios transversales.
Una advertencia sobre lo anterior es que, algunos estudios recientes han escaneado los cerebros de los participantes en múltiples puntos de tiempo. Estos estudios se han centrado en cómo estos neuromarcadores difieren entre los usuarios de metanfetamina que pueden permanecer abstinentes y aquellos que mantienen consumo. Dado que estos hallazgos no añaden nueva información en la comparación entre consumidores de metanfetamina y controles sanos, nos hemos centrado principalmente en estudios en los que se compararon consumidores abstinentes de metanfetamina con participantes de control.
Un hallazgo consistente en tales estudios fue una densidad de transporte de dopamina estriatal más baja en los usuarios de metanfetamina, en comparación con los participantes de control.
Debido a que el cuerpo estriado es un componente crítico de los circuitos del cerebro relacionados con la recompensa y la motivación, algunos argumentan que esta diferencia es indicativa de un cerebro enfermo después de la adicción a las drogas, mientras que otros advierten que, las diferencias no necesariamente equivalen a déficits o patologías. Porque una administración aguda de metanfetamina, parece aumentar la motivación a través de actividad dopaminérgica en el cuerpo estriado y una reducción en su transporte, sería consistente con el desarrollo de tolerancia. Hace casi 20 años, un estudio mostró que los taxistas en Londres tenían un volumen del hipocampo más grande que participantes de control que no eran taxistas. Nadie concluía, sin embargo, que tenían un déficit o una patología.
Uno de los estudios más rigurosos, publicado en 2006, informa de diferencias en la densidad de transporte de dopamina. Esto ilustra cuán específicos son los datos neuronales que pueden sobre interpretarse en estos estudios. Chris-Ellyn Johanson, ahora jubilado, de Wayne State University, y sus colegas, utilizaron procedimientos de imágenes PET y una batería cognitiva integral para evaluar la marcha del cerebro. Los investigadores encontraron que los potenciales de unión de dopamina en un área específica del cerebro eran entre un 10 y un 15% más bajos en los consumidores de metanfetamina.
Algunos defensores de la teoría de la enfermedad cerebral, han dado a entender que a medida que se desarrollen metodologías más sensibles, se revelarán claras diferencias cerebrales. Por ejemplo, en el suplemento de su artículo del New England Journal of Medicine de 2016, Volkow argumentó que la “superposición [en los potenciales de unión del fármaco en usuarios y controles sanos] es probable para reflejar la limitación de actualmente técnicas disponibles de imágenes cerebrales”.
En otras palabras, sugiere que nuestra fe en las tecnologías futuras se verá reforzada por la demostración de la neurotoxicidad inducida por metanfetamina u otras drogas. Parece, para nuestro disgusto, que los científicos que se centran en las enfermedades cerebrales, fomentan el pensamiento basado en la fe, en lugar de aplicar métodos basados en la evidencia para informar sobre las teorías de la adicción a las drogas.
El premio Nobel, neuropatólogo y anatomista Santiago Ramón y Cajal quizás lo expresó mejor cuando observó en 1906: “La ciencia actual, a pesar de sus fundamentos, no tiene derecho a predecir el futuro. Nuestra afirmación no puede ir más allá de las revelaciones de los métodos contemporáneos”. Los datos actuales indican que no tenemos la evidencia para respaldar las afirmaciones de que los cerebros de las personas adictas, se pueden distinguir de los de las personas no adictas.
En cuanto a los hallazgos cognitivos en el estudio de Johanson y colegas, el rendimiento de los usuarios de metanfetamina y participantes del grupo de control, no difirió significativamente en la mayoría de tareas. Los usuarios de metanfetamina, sin embargo, obtuvieron peores resultados que los controles, en las mediciones de atención sostenida, atención inmediata y memoria a largo plazo. Aun así, el rendimiento de los usuarios de metanfetamina se mantuvo dentro del rango normal para su edad y grupo educativo. En otras palabras, los usuarios de metanfetamina estaban cognitivamente intactos. Aunque hay diferencias cerebrales entre adictos y no adictos, no hay datos que apoyen la idea de que estas diferencias lo califiquen como un cerebro “enfermo”, o incluso que algunas drogas adictivas, conducen a una pérdida de la función cerebral. Aunque algunas drogas producen neurotoxicidad cuando se administra a altas dosis durante largos periodos de tiempo, no es posible generalizar tales efectos a todas las drogas.
Para determinar la relevancia clínica, las puntuaciones cognitivas deben compararse con una base de datos normativa. Datos normativos, que se obtienen de una gran cantidad de muestra representativa seleccionada aleatoriamente, incorporando variables importantes como la edad y educación, y estableciendo una línea de distribución base para una medida. Desafortunadamente, este requisito básico es a menudo ignorado; como resultado, la literatura de la adicción está repleta de una tendencia a interpretar cualquier diferencia como déficits que representan una pérdida sustancial de la función.
Este punto se destaca en las conclusiones extraídas de múltiples estudios que comparan lo cognitivo o el funcionamiento cerebral de las personas con adicción a las drogas, con el de los participantes de control no adictos. Por ejemplo, Sara L. Simon y otros en la Universidad de California, Los Ángeles, advirtieron lo siguiente en un artículo de 2002 en el Journal of Addictive Diseases:
“La campaña nacional contra las drogas debe incorporar información sobre los déficits cognitivos asociados con la metanfetamina[…]. Agentes del orden público y proveedores de tratamiento, deben ser conscientes de que las deficiencias en la memoria, en la capacidad de manipular información y cambiar puntos de vista (set), subyacen a la comprensión[…]. Los abusadores de metanfetamina no solamente tendrán dificultades con inferencias… también pueden tener déficits de comprensión […]. El deterioro cognitivo asociado con [el abuso de metanfetamina] debe ser publicitado”.
Tales advertencias se basaron en medidas que revelaron diferencias estadísticamente significativas entre los usuarios de metanfetamina y los controles, que por sí solas, son insuficientes para determinar verdaderas disfunciones cognitivas. A pesar de estas conclusiones inapropiadamente nefastas, los hallazgos de la mayor parte de las imágenes cerebrales y la literatura cognitiva que evalúa a las personas que cumplen los criterios para la adicción a las drogas, indican que son virtualmente indistinguibles de su edad y educación de sus contrapartes emparejados sin consumo de drogas.
La neurotoxicidad de la metanfetamina en animales, ha sido ampliamente demostrada, el fracaso de replicar estos resultados en humanos nos lleva a concluir que es una tremenda exageración, argumentar que los datos científicos muestran que el consumo de drogas provoca una enfermedad cerebral.
Una teoría influyente sin apoyo
A pesar de esta realidad empírica, la perspectiva del cerebro-enfermo ha sobredimensionado su influencia en la financiación y dirección de la investigación, así como sobre la visión del consumo de drogas y la adicción, en sociedad.
Por ejemplo, el Instituto Nacional de Salud de EEUU ha iniciado recientemente un estudio que costará a los contribuyentes más de $300 millones: El desarrollo cognitivo del cerebro adolescente, un estudio longitudinal que busca principalmente recopilar datos de neuroimagen, para mejorar la comprensión de los fundamentos neuronales de la adicción a las drogas entre los jóvenes. Los investigadores seguirán a más de 10.000 personas entre 9 y 10 años, recolectando su información genética y evaluando el uso de sus medicamentos y su rendimiento académico. Este esfuerzo de investigación, dará menos consideración a factores sociales importantes, como los ingresos de los padres, el vecindario o la estructura familiar. Este descuido es de esperar, en parte, porque la mayoría de los investigadores principales son investigadores de neuroimagen. Cabe destacar que nunca ha habido una financiación tan ambiciosa y un esfuerzo centrado en los determinantes o consecuencias psicosociales (por ejemplo, situación laboral, discriminación racial, características del vecindario o vigilancia) del consumo de drogas o la adicción.
Para ser claros, nuestro objetivo aquí no es establecer una dicotomía entre los factores biológicos y sociales involucrados en la adicción a las drogas, como si fueran mutuamente excluyentes. No lo son. Además, reconocemos que la defensa de la teoría de la adicción como una enfermedad cerebral, habitualmente proporciona información superficial y declaraciones proforma que acreditan la importancia de entender el papel de factores psicosociales y ambientales que intervienen en la adicción a las drogas.
Estas declaraciones son a menudo poco convincentes, porque no van acompañadas de acciones consistentes con las reivindicaciones. Por lo tanto, nuestro punto es que debe haber mayor paridad en la financiación de investigación sobre adicción a las drogas y sobre cómo se ve la adicción a las drogas.
El peso de la evidencia debe impulsar la investigación, dirección y financiación. A través de una investigación publicada en 2016 que utilizó la Encuesta Nacional de Comorbilidad en adolescentes, para estudiar el consumo de sustancias y trastornos mentales de más de 10.000 adolescentes, y también, a través de nuestra investigación, ahora sabemos que un porcentaje relativamente pequeño de individuos que se vuelven adictos, coexistiendo trastornos psiquiátricos, y factores ambientales y sociales, representan una proporción sustancial de estas adicciones.
Este punto indica que muchos más recursos y esfuerzos de investigación deben ser asignados a estudiar cuidadosamente estos factores. También sugiere vías para intervenciones efectivas en trastornos por uso de sustancias, como la atención de salud mental disponible y alternativas atractivas como oportunidades profesionales o instalaciones deportivas. El argumento, a favor de una visión más pluralista de la adicción a las drogas, no excluye un papel para la neurociencia, siempre que los datos justifiquen ese papel. En la actualidad, la utilidad de explicar la drogodependencia desde una perspectiva exclusiva, o casi exclusiva del cerebro enfermo, parece limitada.
Una gran proporción de personas que antes eran adictas, lograron abstenerse sin ayuda profesional, según una pareja de estudios de 2011 de Catalina López-Quintero, Carlos Blanco, y sus coautores. Para otras personas que luchan contra la adicción, como se señaló anteriormente, el tratamiento más efectivo se basa en el comportamiento. A pesar de la eficacia de las terapias conductuales basadas en evidencia, no son muy utilizadas, según una revisión de 2016 por Danielle Davis de la Universidad de Vermont y colegas y una revisión de 2014 de Kathleen M. Carroll de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale. Incluso cuando los tratamientos asistidos por medicamentos son empleados, tales tratamientos son mucho menos eficaces sin terapias conductuales adjuntas, como se argumenta en un artículo del año 2000, “Drug Safety”, por James Bell y Deborah Zador del Centro Langton en Australia. Ver la adicción como una enfermedad del cerebro, tiene demostrada, hasta el momento, utilidad limitada para el desarrollo de estrategias para hacer frente a la adicción a las drogas. En particular, los tratamientos biológicos más relevantes, como la metadona, el disulfiram y otros, se desarrollaron antes del establecimiento del modelo de adicción como enfermedad cerebral.
Esta teoría promueve la injusticia social
Ver la adicción a las drogas, a través de la lente de la enfermedad cerebral, contribuye a la falta de realismo, costes y políticas de drogas nocivas. Si el verdadero problema de la adicción a las drogas, por ejemplo, es la interacción entre el fármaco en sí mismo y el cerebro de un individuo, entonces la solución a este problema está en uno de dos enfoques: Eliminar las drogas de la sociedad a través de políticas y aplicación de la ley (por ejemplo, sociedades libres de drogas), o centrarse exclusivamente en el cerebro del individuo “adicto” como el problema.
En ambos casos, no existe una necesidad genuina, ni un interés, por comprender el papel de los factores socioeconómicos en el mantenimiento del uso de drogas o su mediación en la adicción a las drogas.
La eliminación completa del uso recreativo de sustancias psicoactivas de la sociedad ,es a la vez impráctico e imposible. Nunca en la historia, la sociedad, ha estado libre de drogas y es poco probable que sea así, alguna vez. A pesar de este hecho, las fuerzas del orden tienen a su cargo, la poco envidiable tarea de llevar a cabo acciones represivas que enfatizan la abstinencia. Si no se siguiera el reclamo de ver la adicción como una enfermedad cerebral, disminuiría el estigma y se reducirían los arrestos relacionados, ya que millones de personas son arrestadas anualmente por posesión de drogas.
En 2016, por ejemplo, datos de la Oficina Federal de Investigaciones de los EEUU, indican que hubo 1,5 millones de detenciones anuales por drogas, un número que no ha cambiado sensiblemente desde 1996. Peor aún, la práctica abominable del racismo, sigue floreciendo en el cumplimiento de la ley de drogas. En los Estados Unidos, los negros son cuatro veces más propensos que los blancos a ser arrestados por posesión de cannabis, a pesar de que ambos grupos consumen cannabis en tasas similares. Y más del 80% de los condenados por heroína, son negros o latinos. Hay considerablemente más usuarios de heroína blancos que usuarios negros o latinos, y la mayoría de los usuarios de drogas compran sus drogas a los traficantes dentro de su propio grupo racial.
Una suposición insidiosa de la teoría del cerebro enfermo, es que cualquier uso de ciertas drogas (por ejemplo, crack, heroína o metanfetamina) se considera patológico, incluso el uso recreativo, no problemático, que caracteriza las experiencias de la mayoría de personas que usan estas drogas. Por ejemplo, en la década de 1980, se decía que la adicción al crack ocurría después de una sola toma. Expertos en drogas con inclinaciones neurocientíficas sopesadas, como el profesor de psiquiatría de la Universidad de Yale Frank Gawin, dijo en Newsweek en 1986, que “La mejor manera de reducir la demanda, sería hacer que Dios rediseñase el cerebro humano, para cambiar la forma en la que la cocaína reacciona con ciertas neuronas”. Para un ejemplo más reciente, una popular campaña antidrogas de Estados Unidos indica que una toma de metanfetamina es suficiente para causar daño cerebral irreparable (http://www.methproject.org/ads/tv/deep-end.html).
Comentarios “neuro” hechos sobre las drogas, aunque no tengan fundamento en la evidencia, pueden ser perniciosos: pueden ayudar a formar un entorno en el que hay un objetivo injustificado y poco realista de eliminar ciertos tipos de drogas, utilizando a toda costa a los ciudadanos marginados. En 1986, el Congreso de los Estados Unidos aprobó una ley que establecía sanciones cien veces más duras para el crack, que para el polvo de cocaína en violaciones. Más del 80% de los sentenciados por delitos de crack son negros, a pesar de que la mayoría de los usuarios de la droga son blancos. Incluso hoy en día, algunos políticos promulgan
políticas de drogas equivocadas, basadas en estas neuroexageraciones. Las acciones recientes del presidente filipino Rodrigo Duterte representan sólo un ejemplo. Un año después de su presidencia, más de 4.000 personas acusadas de consumir o vender drogas ilegales han sido asesinadas. Esta tragedia, resulta de la visión de Duterte sobre los efectos de la metanfetamina en el cerebro. Duterte justifica sus acciones por afirmar que, la metanfetamina encoge los cerebros de los usuarios, y como resultado, estas personas ya no son capaces de rehabilitarse.
No es difícil ver cómo la creencia equivocada de Duterte, de que la metanfetamina causa daño cerebral podría haber sido moldeada por afirmaciones exageradas hechas por investigadores que dicen que la adicción es una enfermedad del cerebro.
Una lente conductual sobre la adicción
Muchos investigadores de adicciones, comienzan con la suposición de que esta condición es una enfermedad cerebral. Sin embargo, prácticamente no hay datos en humanos que indiquen que la adicción es una enfermedad cerebral en la forma en que, por ejemplo, Huntington o Parkinson son enfermedades del cerebro. La presente evidencia indica que esta suposición debe ser reevaluada para formular una visión precisa de la adicción a las drogas.
Un punto de vista informado y basado en la evidencia sería más inclusivo, enfatizaría un papel destacado de los factores psicosociales y ambientales, y se centraría en ofrecer refuerzos alternativos, no relacionados con las drogas. Alternativas que disminuyen la problemática del consumo de drogas. Desde un punto de vista práctico o clínico, este enfoque significa que es inaceptable decir que pacientes con trastorno por uso de sustancias sufren de una enfermedad cerebral. En su lugar, se debe realizar una evaluación psicosocial integral, y los hallazgos resultantes deben dictar las estrategias de intervención.
La investigación, ahora ha demostrado repetidamente que, efectivamente, se pueden utilizar refuerzos alternativos para tratar los trastornos por uso de sustancias. Este tipo de tratamiento se llama manejo de la contingencia. La idea viene del conductismo básico: Nuestras acciones se rigen en gran medida, porque somos recompensados por nuestro ambiente. Estas relaciones de causas y efecto, donde una recompensa es dependiente (contingente) de la persona, ya sea haciendo o (en el caso de las drogas) no llevando a cabo un comportamiento particular, puede ser utilizada para ayudar a cambiar todo tipo de hábitos.
La literatura ahora muestra que, proporcionar refuerzos alternativos mejora los resultados del tratamiento de la adicción. Eso es mucho más eficaz que el uso punitivo de medidas como el encarcelamiento, que a menudo es menos útil a largo plazo. Aunque muchas personas dejan, o al menos reducen su consumo de drogas mientras están encarceladas, la cárcel y la prisión no brindan alternativas positivas para reemplazar los hábitos de drogas. Cuando los consumidores de drogas regresan a sus comunidades, no están mejor equipados para encontrar trabajo y mantenerse a sí mismos y sus familias; en cambio, tener un registro criminal y un vacío en su currículum, hace que encontrar trabajo sea aún más difícil.
En un estudio de 1993, dirigido por Stephen Higgins, de la Universidad de Vermont, asignaron al azar a usuarios de cocaína en busca de tratamiento, la gestión de contingencias más asesoramiento conductual o un tratamiento tradicional de asesoramiento centrado en 12 pasos. Pacientes en la rama del manejo de contingencias del estudio, recibieron cupones para compras, cada vez que tenían análisis de orina libre de drogas. El 58% de los participantes en la gestión de contingencias completó el programa de tratamiento ambulatorio de 24 semanas, en comparación con el 11% en el grupo de los 12 pasos.
En cuanto a la abstinencia, el 68% del grupo en el manejo de contingencias, logró al menos ocho semanas libres de cocaína, frente a sólo el 11% en el grupo de 12 pasos. Y después de que las recompensas se detienen, las personas en gestión de contingencias no tienen más probabilidades de recaer que otras personas que finalizan su tratamiento. Cuantas más personas completan el tratamiento con gestión de contingencias, el resultado supone una reducción general de las recaídas.
Más de tres docenas de estudios, se han llevado a cabo con el enfoque de manejo de contingencias -utilizado en el tratamiento de opioides, cocaína, alcohol y múltiples drogadicciones-. Y muestran que la gestión de contingencias suele ser mejor que el tratamiento sin ella, y que las recompensas más grandes y rápidas son más efectivas que los incentivos más pequeños y recibidos con menos rapidez. Este resultado es exactamente lo que la investigación en otros tipos de comportamiento predice.
Recientemente, hemos pedido a nuestros colegas, que son defensores del modelo de adicción como enfermedad cerebral, que nos brinden información práctica que pueda ser útil para los pacientes. Invariablemente, estamos dirigidos hacia el futuro con promesas de terapias nuevas y efectivas. Múltiples supuestas terapias (incluyendo la vacuna contra la cocaína, los medicamentos contra el craving, la terapia genética y muchos otros) no han tenido éxito en las dos décadas pasadas. En general, la respuesta a tal fracaso no ha sido cuestionar la teoría que guía la búsqueda de tratamientos. Mientras tanto, los pacientes con adicción, continúan sufriendo.
Nos corresponde a todos protegernos contra la neuroexageración y neurocentrismo, porque tienen una influencia inapropiada y desproporcionada en nuestras prioridades de financiación de la investigación y las políticas de drogas. Hay mucho en juego y el costo humano es incalculable.
Marc Grifell y Carl L. Hart. American Scientist, Volume 106. (2018) Is Drug Addiction a Brain Disease?